El hombre en busca de sentido by Viktor Frankl

El hombre en busca de sentido by Viktor Frankl

autor:Viktor Frankl
La lengua: spa
Format: epub
editor: 2015
publicado: 2015-12-08T16:00:00+00:00


IRRITABILIDAD

Además de ser un mecanismo de defensa, la apatía era resultado de otros factores. La producía el hambre y la falta de sueño —como en la vida normal—, que también produce irritabilidad, otra característica de la psicología del prisionero del campo de concentración. La falta de sueño se debía en buena medida a los rebosantes barracones infectados de pulgas, que carecían de higiene y atención sanitaria. A eso había que añadir que no consumíamos cafeína ni nicotina, que habrían mitigado la apatía y la irritabilidad.

A esas causas físicas se asociaban las psicológicas, en forma de complejos. La mayoría de los prisioneros sufrían una especie de complejo de inferioridad. Todos habíamos sido —o creíamos haber sido— «alguien» en la vida anterior al internamiento. Ahora se nos trataba como si no fuéramos nada, como si no existiéramos. (La conciencia de sentirse un ser humano está tan arraigada en el espíritu que resulta imposible arrancarla incluso en las lacerantes condiciones del Lager, pero ¿cuántos hombres, libres o cautivos, la conservan?). El prisionero medio se sentía horriblemente degradado. Esto se hacía evidente al observar el contraste que ofrecía la singular estructura sociológica del campo. Los prisioneros de «mayor rango» —kapos, cocineros, intendentes y guardias— no se sentían en general degradados, como nos veíamos los demás prisioneros; al contrario, se consideraban ¡ascendidos! Algunos hasta desarrollaban pequeños delirios de grandeza. La reacción psicológica de la mayoría, envidiosa y rencorosa ante los privilegiados, era frecuente y emergía a veces en forma de chistes maliciosos. Una vez oí que un prisionero le decía a otro, refiriéndose a un kapo: «¿Qué te parece? Conocí a ese hombre cuando solo era presidente de un gran banco. El cargo de kapo se le ha subido a la cabeza».

Cada vez que la mayoría degradada y la minoría privilegiada entraban en conflicto (y no faltaban ocasiones a lo largo del día, empezando por el reparto de comida), el resultado era explosivo. De manera que la irritabilidad general —cuyas causas físicas he apuntado antes— se incrementaba con las tensiones psicológicas que afligían a los prisioneros. Nada tiene de sorprendente que esa tensión a menudo desencadenara una pelea. Como el prisionero estaba habituado a ver escenas de brutalidad, su impulso agresivo había aumentado notablemente. Yo mismo cerraba los puños, crispado por la rabia, aunque estuviera tumbado, hambriento y cansado. El cansancio era mi estado normal, pues durante la noche tenía que avivar la estufa, un privilegio del barracón de los enfermos de tifus. Sin embargo, pasé allí alguna de las horas más idílicas de mi vida. Al abrigo de la noche, mientras mis compañeros enfermos dormían o deliraban, yo podía estirarme frente a la estufa y asar unas patatas robadas en un fuego alimentado con carbón también robado. Disfrutaba de ese pequeño placer, pero al día siguiente me sentía aún más cansado, insensible e irritable.

Cuando trabajaba como médico en el barracón de los enfermos de tifus tuve que ejercer, por enfermedad de un colega, de jefe de bloque. Eso significaba que, ante las autoridades del



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